
Las horas se suicidan imperceptibles, exagües en su afán por figurar en una historia que no las condene por inmisericordes.
Se lanzan, encandiladas, contra la bayoneta enhiesta de los minuteros.
Nadie se compadece de su inmolación; nadie detiene los segundos en un bolsillo para elevar por ellas una súplica.
Quizás por eso vuelven cada vez más aterradoras, inclementes, y se nos cuelgan de las estrías, nos encanecen la razón, enturbian nuestra mirada hacia el pasado y nos hipotecan el futuro.
Las horas son, entonces, el pasaporte a un letargo tenue y diario que nos va sumiendo y consumiendo.
Las horas son nuestro otoño.