
las palabras entorpecen el decir,
enturbian el epíteto de la verdad y cuajan,
entregadas,
con la paradoja irónica de lo transparente.
Finalmente,
las palabras forman su propio laberinto asfixiante,
que las ahorca y entumece,
que las muta y torna invisible su significado.
Finalmente,
las palabras no nos representan.
Se rebelan en cuanto salen disparadas de nuestra boca
y adquieren vida y consistencia propias.
Es su truco.
Nos hacen creer que llevarán el mensaje leal y fielmente,
pero en cuanto sienten la brisa sobre sí olvidan su promesa
y corren con semántica propia.
Quizás sea por la venganza de saberse dependientes de otro que las sueñe,
las idee, ordene y vomite.
Quizás por la inquina de saberse con una existencia inefable,
etérea y limbática como las emociones que las paren.
Tal vez por esto o aquello,
sin duda por lo aparente o lo evidente,
acaso por injusticia o falsa erudición,
lo cierto es que...
finalmente
las palabras entorpecen el decir.