martes, octubre 21, 2008


Durante estos días he caminado de la mano de la templanza y, con ella, he descubierto el valor de mis años y he disfrutado de la tranquilidad que dan las canas frente a vendabales que ya no padezco.

Ya no necesito definir el amor porque he aprendido que la esencia de éste no se esconde en la teoría, sino en la placidez de darlo y recibirlo, sin presiones, sin apremios y sin chantajes.

Alguna vez dije que amar a alguien no es razón suficiente para imponerle al otro nuestra presencia, nuestro sentimiento. Sólo cuando somos capaces de eso, podemos asegurar que estamos amando; antes, es únicamente el residuo malsano de un ego que se siente herido, descuidado y poco valorado.

Pero, ¿quién, sino uno mismo, debe valorar lo que sentimos?, ¿qué otra persona puede descifrar aquello que habita en nuestro interior y darle el sitial que le corresponde?

Suponer que el otro tiene la obligación de responder a nuestros sentimientos, no es más que una muestra de inmadurez, de falta de canas y de una impaciencia que sólo nos hace ahondar en aquello que queremos evitar...una contradicción vital.

A veces, sin proponérnoslo nos vemos envueltos en situaciones que nos conducen a reflexionar o a descubrir algo que ya sabíamos, pero lo teníamos guardado en el baúl de las lecciones. Y eso me pasó por estos días. Me reencontré con una añosa reflexión: el amor no se impone...se gana.

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