viernes, septiembre 29, 2006

Mirar tras los visillos...

Un leve aletear de mariposa produce una estampida de palabras despavoridas que, a su paso, deshilachan las sonrisas cómplices y todo se vuelve nada. Todo se detiene en un punto muerto, se rompen los vínculos, se desarma un presente que ya, de por sí, es efímero e inefable.
Quedamos a la deriva y la razón navega por mares turbulentos en un viaje que puede no tener retorno.
Las cosas siempre ocurren por una fuerza superior que promulga el caos para reordenarlas y, en ese caos, todo, intenciones, afectos, dudas y proyectos caen por un embudo que las aprisiona, las asfixia y, a veces, hasta las destruye.
Nada se puede hacer. Los controles superan todo dominio y no queda más que asumir la calidad de títeres que nos imponen ciertas circunstancias.
Nosotros, que nos creemos constructores de los rieles de la existencia, no somos más que piezas de engarce de una selección natural que puede llegar a ser perversa.
El destino nos escupe de frente y nos obliga a reclinarnos ante él, en un acto de sumisión tal que nos perdemos de vista, nos transamos, nos vendemos.
Son los encuentros con la realidad y su filosa moraleja: el que osa ponerla a prueba sale con la piel descascarada y la mente arremolinada en confusiones.
Quizás ésta sea una de esas lecciones que jamás se aprendan, ya que siempre volvemos a lo mismo, en esa tosudez idealista de creer que, en algún momento, las cosas y las personas pueden y deben cambiar.
Hablamos de lo que es justo, de las igualdades, de lo correcto, pero estos no son más que constructos que hemos ideado para evadir lo evidente: no manejamos todos los hilos y, lo que es aún peor, no tenemos el espacio para la duda, la explicación, la réplica. No tenemos derecho a plantar una banderita que represente lo que somos y creemos. Nada.
La aplanadora nos pasa por encima y el que sucumbe, muere y el que no, se convierte en un sobreviviente, apenas con ánimo para permanecer a ras de piso.

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